ME DESPERTÉ UNAS HORAS MÁS TARDE, sorprendida por la calidez del cuerpo junto a mí, que era decididamente más grande que el gato que usualmente se acurruca contra mi lado. Me di la vuelta con cuidado sobre mi espalda y lejos de Pedro para que yo pudiera verlo.
Podía verlo simplemente mientras las lámparas, junto con todas mis otras luces, continuaban resplandeciendo alejando la noche, luchando contra los malvados de esa horrible película.
Me frote los ojos e inspeccione a mi compañero de cama. Él yacía sobre su espalda, con los brazos doblados como si yo siguiera en ellos, y yo pensé en lo bien que se sentía dormir acurrucada con Pedro.
Pero no debería estar durmiendo acurrucada con Pedro. El cerebro lo sabía mejor. Los nervios estaban de acuerdo. Esa era definitivamente una situación muy, muy resbaladiza. Y pensé en las imágenes de escalar un resbaladizo Pedro que inmediatamente vinieron a mi
mente y estaban lejos de ser inocentes, las empuje a un lado. Aparte la mirada y note la maravillosa manta afgana terriblemente enredada entre sus piernas — y las mías, de hecho.
Había sido de su madre. El corazón se me rompía cada vez que yo pensaba en su dulce, tímida voz compartiendo esa pequeña perla conmigo. Él no sabía que yo había hablado con Josefina sobre su pasado, que yo sabía que sus padres ya no estaban con vida. La idea que él seguía aferrando a la manta afgana de su madre era inexorablemente dulce, y una vez más se me rompió el corazón abierto.
Yo era cercana con mis padres. Ellos seguían viviendo en la misma casa donde yo había crecido, en un pequeño pueblo al sur de California. Ellos eran estupendos padres, y los veía tan seguido como yo podía, es decir, en festividades y un fin de semana ocasional. Una típica veinteañera, yo disfruto mi independencia. Pero mis padres estaban ahí cuando los necesitaba, siempre ahí. La idea de que algún día tendría que caminar en esta tierra sin su ancla y orientación equivocada me hizo hacer una mueca de dolor, por no decir nada de perderlos a ambos solo a los dieciocho años.
Estaba contenta que Pedro parecía tener buenos amigos y como un poderoso defensor como Benjamín estaba atento de él. Pero lo más cercano como amigos y amantes podría ser, había algo acerca de pertenecer a alguien completamente que te daba raíces—raíces que a veces necesitas cuando el mundo lucha en contra tuyo.
Pedro se movió ligeramente en su sueño, y lo mire de nuevo. Él murmuro algo que no pude identificar bien, pero sonaba un poco como "albóndigas." Sonreí y deje que mis dedos se deslizaran en su cabello, sintiendo la suave seda revuelta en mi almohada.
Dios, el dio una buena albóndiga.
Mientras acariciaba su cabello, mi mente vagaba a un lugar donde las albóndigas fluían sin cesar y había pastel por días. Me reí para mis adentros mientras el sueño comenzaba a retornar, y me arrime para acurrucarme de nuevo. Mientras sentía la comodidad que solo unos calientes brazos de chico podía proporcionar, una pequeña alarma se encendió en mi cabeza, advirtiéndome de no acercarme demasiado.
Tenía que ser cuidadosa.
Claramente que ambos estábamos divinamente atraídos el uno al otro, y en otro espacio y tiempo, el sexo pudo haber estado sonando alrededor de la tierra y las veinticuatro horas del día. Pero él tenía su harén, y yo tenía mi hiato, por no mencionar que yo no tenía mi O.
Así que amigos podría quedar.
Amigos que compartían albóndigas. Amigos que se acurrucan. Amigos que se estaban dirigiendo a Tahoe muy pronto.
Me imagine a Pedro sumergiéndose en un jacuzzi con el Lago Tahoe extendido en toda su gloria detrás de él. Cual espectáculo era de hecho más glorioso quedaba por ver. Me recosté para dormir, despertando ligeramente cuando Pedro me acurruco un poco más cerca.
Y a pesar que era poco más que un susurro, lo oí. Él suspiro mi nombre.
Sonreí mientras recaía a dormir.
***
—Olaf, detenlo, estúpido—, gemí, escondiendo mi cabeza bajo las sabanas. Yo sabía que él no pararía hasta que lo alimentara.
Gobernado por su estómago, eso único. Entonces oí una risa distintivamente humana—tranquila y definitivamente no era Olaf.
Mis ojos se abrieron de golpe, y la noche anterior vino de nuevo en una carrera: el horror, el pastel, la acurrucada.
Estire hacia atrás con mi pie derecho, deslizándolo a lo largo de la cama hasta sentí que paro en contra de algo caliente y peludo. Aunque yo estaba ahora más que segura que nunca de que no era Olaf, toque con mi dedo, moviéndolo lentamente camino arriba hasta que oí otra risita.
—¿Wallbanger?— susurre, no queriendo darle la vuelta.
Como siempre, yo estaba despatarrada en diagonal sobre la cama entera, cabeza en un lado, con los pies prácticamente en el otro.
—El único—, una deliciosa voz susurro en mi oído.
Mis dedos y la Paula de Abajo se curvaron. —Mierda—. Me rodé sobre mi espalda para tomar el daño. Él estaba acurrucado en una esquina que mi cuerpo le había permitido. Mis hábitos de compartir cama no habían mejorado en absoluto.
—Estas segura que puedes llenar una cama—, señalo él, sonriéndome debajo de lo poco de manta afgana que le había dejado. —Si vamos a hacer esto de nuevo tendrá que haber algunas reglas básicas.
—Esto no va a pasar de nuevo. Esto fue en respuesta a una terrible película que nos impusiste a los dos. No más acurrucamiento—, dije con firmeza, preguntándome cuan terrible era mi aliento matinal.
Ahueque mi mano en frente de mi cara, respire y di una rápida aspiración
—¿Rosas?— pregunto él
—Por supuesto—. Sonreí con superioridad
Lo mire, exquisitamente arrugado en mi cama. Él sonrió con esa sonrisa, y suspire. Me permití un momento para disfrutar en una fantasía donde yo estaba rápidamente volteada y arrasada dentro de una pulgada de mi vida, pero sabiamente tome el control de mi zorra interior.
—¿Que si te asustas esta noche?— pregunto él mientras me sentaba y estiraba.
—No lo hare—, tire hacia atrás sobre mi hombro.
—¿Que si yo me asusto?
—Crece, niño bonito. Vamos a hacer café, y luego tengo que ir a trabajar—. Le pegue con mi almohada.
Él se deslizo fuera de la manta afgana, teniendo cuidado de doblarla y llevarla con él hacia la cocina donde él la puso suavemente en la mesa. Yo sonreí, pensando en él diciendo mi nombre en la noche. Lo que yo daría por saber que estaba pasando por su mente.
Nos movimos por la cocina con tranquila economía, moliendo granos, midiendo el café, vertiendo el agua. Puse el azúcar y crema en el mesón mientras él pelaba y cortaba en rodajas un banano. Yo vertí granola, él le puso leche y banano a los tazones para nosotros. En unos pocos minutos estábamos sentados uno al lado del otro en taburetes, desayunando como si lo hubiéramos estado haciendo por años. Nuestra simple facilidad me intrigo. Y me preocupo.
—¿Planes para el día?— pregunte, excavando en mi tazón.
—Tengo que ir a la oficina del Chronicle.
—¿Estás trabajando en algo para el periódico?— pregunte,
sorprendido por el nivel de interés que hasta yo podía oír en mi voz.
¿Estaría en la ciudad por un tiempo? ¿Por qué me importaba? Oh chico.
—Voy a pasar unos pocos días en un artículo sobre escapadas rápidas en el Bay Area—un tipo de impulso de fin de semana—, respondió él con la boca llena de banano.
—¿Cuándo vas a hacer eso?—pregunte, examinando las pasas en mi taza y tratando de no parecer demasiado interesada en su respuesta.
—La próxima semana. Partiré el martes—, respondió y mi estómago estaba revuelto instantáneamente. La próxima semana se supone que iríamos a Tahoe. ¿Por qué demonios mi estómago se preocupaba demasiado que él no fuera a ir?
—Ya veo—, añadí, una vez más fascinada por las pasas.
—Pero voy a estar de vuelta antes de Tahoe. Estaba planeando en solo conducir directamente allí cuando termine mi sesión de fotos—, dijo él, mirándome por encima del borde de su taza de café.
—Oh, bien, eso es bueno—, respondí en voz baja, mi estómago ahora estaba rebotando alrededor.
—¿Cuándo te diriges hacia ahí, de todas formas?— pregunto, pareciendo ahora estar estudiando su propio tazón.
—Las chicas estarán dirigiéndose con Nicolas y German el jueves, pero tengo que estar en la ciudad trabajando por lo menos hasta el mediodía el viernes. Voy a alquilar un carro y conducir hasta la tarde.
—No alquiles un carro. Voy a girar de paso para recogerte—, él ofreció, y yo asentí sin decir ni una palabra.
Con eso decidido, terminamos nuestro desayuno y miramos a Olaf perseguir una pieza perdida de pelusa alrededor de la mesa una y otra vez. No hablamos mucho, pero cada vez que encontrábamos nuestros ojos, ambos sonreíamos.