La mañana siguiente llamé a la Sociedad Protectora de Animales, la ASPCA, a nuestro veterinario de la ciudad, e incluso al hotel de mascotas. La palabra fue extendida. Mi gato se encontraba perdido.
El equipo Olaf estuvo en vigor todo el día, pateándose todo el lugar.
Hablamos con los vecinos, asegurándonos de que todos supieran a quién llamar si lo veían.
Pedro y yo caminamos juntos mientras buscábamos hasta el anochecer, de la mano y con linternas y gritando su nombre hasta que nos quedamos roncos. No era la única razón de que la tuviera ronca, no podía dejar de llorar.
Intenté que Pedro no me viera, porque nunca tuve a un hombre que se sintiera tan terrible por olvidar arreglar una ventana. Y cuando veía mi tristeza, lo hacía peor para él. Así que limité mis lágrimas a los baños de las gasolineras y a los arrodillamientos para fingir atarme los cordones del zapato una y otra vez. A robar momentos de pánico para mantener un rostro fuerte. Lo encontraríamos.
Por supuesto que lo haríamos.
Pero entonces era el segundo día. Y el tercero. Después una semana. Pasé mis noches despierta y tumbada esperando oír el click, click, click de esa estúpida pezuña, lo que significaría que todo esto era solo una pesadilla tonta y que me despertaría con Olaf acurrucado a mi costado. O que escucharía un maullido enojado en la puerta trasera que dijera:- Oye, chica, no estás soñando. Realmente hui, pero estoy en casa ahora, así que déjame entrar, ¡hace frío afuera!
Observé cómo los carteles se agrietaban y se ponían andrajosos.
Colgamos otros nuevos. Y envejecieron, también.
La peor parte era que seguía imaginándome los peores resultados posibles, era como si mi cerebro intentara decidir lo que podía manejar enseñándome visiones fantasmales de lo que podría haber sucedido. Ver si lograba manejarlo, supongo.
Olaf congelado y húmedo e intentado encontrar la manera de meterse en un bote de basura para encontrar algo de comer.
Olaf aproximándose a un desconocido y siendo alejado con una escoba.
Olaf aplastado bajo un árbol mientras era rodeado por otros dos o tres gatos. No tenía garras delanteras con las que defenderse, era un gato doméstico mimado que dormía en una almohada y era servido de hierba gatera bajo sus
órdenes.
Estaba de vuelta en el trabajo, tenía que estarlo. Porque estar ocupada ayudaba, porque amaba mi trabajo, y porque el Claremont se encontraba listo para la apertura.
La casa realmente empezaba a tomar forma, y las cosas con Pedro iban bien. Hablábamos más que antes, no solo acerca de las cosas tontas del día a día que nos hacían reír, sino también de cosas reales. Limpiamos más y más nuestra estantería mental, hablando sobre lo que realmente importaba y qué tipo de vida queríamos para cada uno. No me malinterpretes, había un montón de risas y sexo, porque eso era lo que éramos. Pero íbamos evolucionando.
Imagínate eso.
Le dije que quería ser el tipo de pareja que pasaba parte de sus vacaciones en algún lejano cuento de hadas. Me dijo que quería ser el tipo de pareja que tenía a toda su familia y amigos reunidos en Navidad, en algunos años. Le dije
que quería ser el tipo de chica que se compraba su propio coche. Me dijo que quería ser el tipo de hombre que le compraba a su novia un coche.
Para que conste, gané esa. Devolvimos el coche y me compré yo misma un Mercedes convertible usado. Plateado esta vez. Era lo suficientemente viejo como para poder permitirme los pagos mensuales, pero lo suficientemente
nuevo como para que Pedro se emocionara por conducirlo.
Nos hallábamos sumergiendo los pies en el lago Adulto, en lugar de tirarnos a él como una bala de cañón gigante. No me di por vencida con Olaf, pero la resignación comenzó a calar después de que dos semanas pasaran, algo que tenía que reconocer. Tenía que ser práctica. En el gran esquema de las cosas, no sufrí una tragedia real. Solo las niñas pequeñas lloraban hasta dormirse porque su mascota favorita había desaparecido.
Claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario